jueves, 1 de septiembre de 2011

Somos nuestra propia enfermedad terminal

Últimamente no hablo. Sólo mido mis palabras para entender lo que intento explicar. No puedo dar forma a algo que no sé dónde termina. Esbozo tímidos monosílabos que no pretenden nada. La retórica no está de mi parte últimamente.

Es un hastío crónico, constante. Nunca he sentido la adolescencia en mi piel. Nada me divierte, nada me sacia, nada me parece suficiente.
Busco antecedentes, motivos y patrones para establecer mis porqués, pero cuando creo hallar el corazón del problema, cuando creo entenderlo, adopta otra forma.
Si no es esto, es lo otro. Pero siempre está mal.

Me sé muy bien el cuento, me lo repito constantemente -debo ser fuerte; aún soy muy joven y no tengo perspectiva de futuro, no sé lo que la vida puede depararme; la vida consta de buenas y malas épocas y es cuestión de seguir adelante y crecer; si no encuentro motivos para salir a flote y nada me mueve, debo buscar ilusiones nuevas que me ayuden a enfocar las cosas de otro modo…- pero nunca he sido feliz.

Esta dinámica emocional -de facciones masoquistas- me resulta ridícula.
Si tengo problemas de verdad, me recreo en ellos. Si no los tengo, me los acabo inventando

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